por Stella Alvarado
Las grandes obras de los filósofos y poetas de la antigüedad se distinguen por una línea estética que descubre la grandeza de su realización expresiva y una indeleble impronta que perdura hasta nuestros días.
Parménides, en el siglo V a.C., formuló como axioma que ‘el pensamiento y el ser son lo mismo’. Este concepto fue ampliado por Platón quien afirmaba a su vez que el hombre es alma, ‘es el alma la que predomina; es el principio y el fin’. Esta suprema valorización del alma devino en reconocimiento del ser y éste pasó a conformar una instancia radical a la terrenal realidad humana.
Siglos después Heidegger expresaba que el concepto de ser es indefinible, ya que el ser no puede concebirse como un ente, ‘el ser no puede ser objeto de determinación predicando de él un ente’. Esta indefinibilidad del ser no dispensa de reiterar la pregunta que interroga por su sentido. Y para llegar a este sentido, debemos entender que la esencia del ser se determina por su facticidad que constituye cada una de las instancias de ese ser caído en el mundo.
En el siglo XX la preocupación por el ser y el destino del hombre se instala en el corpus literario de la obra de Juan Jacobo Bajarlía como su principal significación. En su estilo no seguía el procedimiento habitual. Integraba lo fantástico, la ciencia-ficción y lo histórico para obtener una estructura distinta: el esplendor de una sintaxis que nos descubre un ritmo, un sentido y una coherencia diferentes a las que estamos habituados. Basaba así su sistema exploratorio en los principios de todo conocimiento. Más aún: en la búsqueda cósmica del propio ser.
En el transcurso de su vida de escritor Bajarlía recorrió un singular camino literario; quiso convertirlo en método, proponerlo como tal y describirlo mientras lo recorría. La materia de su obra se resiste a posarse en una rígida retícula o en un sistema fijado de antemano. Desde el significado original del término método -como trayecto ya recorrido-, se vislumbra el camino que contiene su sello personal. Ese camino es el de la razón literaria y el compromiso con el destino del ser humano. Los núcleos temáticos de su obra literaria responden a sus obsesiones más profundas centradas en una semiosis en cuya línea axial orbitan el destino del hombre y la libertad como fundamento. Dentro de este concepto, el hombre es libre para oponerse a toda clase de opresión. Libre para elegir su destino. ‘En mi obra de poesía o prosa, en mis ensayos o en mis narraciones fantásticas o realistas, -refería- el hombre sigue siendo el dueño de sí mismo. El único límite es la opresión y el despotismo’.
Pensador
Las criaturas literarias de Juan Jacobo Bajarlía nos llegan con la inefable belleza estética de los clásicos, no sólo para revivir el espíritu de una época de la literatura argentina, sino para mostrarnos la desmesura y profundidad de un pasado histórico en su impetuoso y descarnado aparecer. Como escritor y periodista riguroso, coexisten el hombre apasionado por la poesía, la novela policial y la ciencia ficción, el pensador agudo, polémico y controversial y -al mismo tiempo- el investigador dedicado a la revisión de la historia; revisionismo donde el valor de la palabra y el hecho histórico se ordenan y jerarquizan intelectualmente.
A los quince años ingresó en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, y luego se trasladó a la Universidad de La Plata, especializándose en Derecho Criminal. Como criminólogo escribió Sadismo y masoquismo en la conducta criminal, y como historiador, sus investigaciones lo llevaron a escribir Prohombres de la argentinidad; Mitre, prohombre de espada y pensamiento; Rosas y los asesinatos de su época; el drama histórico Monteagudo y Sables, historias y crímenes (reeditado con el título de Morir por la patria).
Detrás de una escritura equilibrada, pulcra, ecuánime, que enriquece el hábil manejo del lenguaje -maestría solo de aquellos que saben cómo instalar una honda huella en el lector- se vislumbra la persistencia de un pensamiento que cristaliza un modo de vivir y sentir la realidad de la historia. No como una posibilidad de salvación, sino como un inevitable impulso para recobrar la lucidez. Esta impronta bajarliana acentúa la temática que configuran, fundamentalmente, sus textos de la historia. La urdimbre misma de la escritura nos coloca frente a un corpus histórico real, junto a la vivencia de una memoria que condensa toda la emoción en un lenguaje propio. Lenguaje que nos remite -perentorio- a un estilo inusual, a multitud de imágenes, encadenamientos, resonancias donde se visualiza la disposición de una realidad insoslayable y la coherencia del recorrido por los pasajes de un no muy lejano pasado, teñido de sangre.
En esos volúmenes ya mencionados firma una obra de carácter plural, en la que el relato se amalgama con la creación narrativa instalando así una manera de resurgir como experiencia que trasciende las variadas modalidades de este siglo para instalarse en un ámbito que se convierte en la única y absoluta verdad del investigador-historiador: humanizar la historia y aun la vida personal; lograr que la razón se convierta en instrumento adecuado para el conocimiento de la realidad, ante todo de esa realidad inmediata que, para el hombre, es él mismo.
En este sentido, texto y hombre se transforman en el centro referencial de un universo en el que el lenguaje es reflejo del rigor de la sintaxis y de los hechos narrados, ya que para Bajarlía “como un espejismo del tiempo, la historia no se repite, es la misma…”. Pero la toma de conciencia y de responsabilidad del hombre en la sociedad ha de transponer ciertas estructuras: debe ser vulnerada, en principio, la condición sacrificial de la sociedad, aquella en la que se requiere víctimas como resultado del endiosamiento de algunos y, al mismo tiempo, debe ser perforado el tejido dramático de la historia, puesto que la historia se convierte en drama cuando el argumento nos presenta a sus personajes que actúan sin saberlo.
El ídolo y la víctima
La contextura trágica de toda historia conocida hasta ahora está cimentada en el concepto de que en toda sociedad, familia incluida, hay siempre como ley un ídolo y una víctima. El ídolo es aquel que exige adoración o la recibe simplemente; el ídolo es una imagen desviada de lo divino. Es decir, una usurpación.
Bajarlía siempre fue seducido por aquellos personajes que, de alguna manera, impelidos por una fuerza misteriosa, jugaban con la muerte. Personajes trágicos. Todo crimen es un hecho fantástico, un hecho de misterio y es más que posible que su profesión como abogado penalista y doctor en criminología lo haya llevado a indagar en el crimen y en aquellos personajes que siempre se han jugado la vida a cara o cruz, aún sabiendo que su desenlace sería la muerte trágica, demostrando así el olvido en que naufragaron los postulados de revalorizar el alma y el ser que esgrimieran los antiguos griegos.
Antonio de Undurraga consideró que ‘la dimensión metafísica de Bajarlía introducía en el cuento fantástico una línea más allá de lo metafísico, lo fantástico y la ciencia-ficción’. Alfred Hopkins ha dicho: ‘Las máquinas del tiempo de Bajarlía dejan de ser instrumentos mecánicos para convertirse en dimensiones metafísicas’. Giran los años y con ellos los artificios que descifran extrañas claves de una etapa de la historia literaria argentina que tuvo en Bajarlía a uno de sus más fervientes investigadores.